“Encuéntrame en el Parque de la Fertilidad a las cinco”, le había dicho a Beatrice en medio del ruido. Para llegar, había tomado un bus por la Avenida de los Urapanes, dejándolo en la entrada femenina del parque. En el otro extremo, se veía el imponente perfil del enorme falo, la textura de la roca invisible por la distancia.
Atravesó la vulva de piedra, sin poder evitar mirar hacia atrás, y tomó el conocido camino de las musas. Al llegar a la Fuente de los Amantes, quiso beber un trago de agua, pero para su decepción, la fuente estaba seca. Aún sediento y tratando de ignorar el augurio, prosiguió su camino hasta llegar al extremo masculino del parque. Cansado, apoyó su espalda contra el falo.
Es difícil decir cuánto tiempo pasó, pero desde su llegada, la sombra del falo se había trasladado lentamente de un lado al otro del suelo, marcando el pasar del tiempo como un reloj de sol. Ahora el viento traía retazos desechados de papel con inscripciones hechas a mano; una serie de versos escritos sobre el otrora calendario lunar que servía de folleto para los visitantes del parque. No fue necesario mirar dos veces para reconocer en ellos su puño y letra.
Fue entonces cuando comenzó a llover. Al principio, los truenos en el cielo solo habían logrado conjurar unas pocas gotas, pero lentamente, la tormenta se había erguido sobre su cabeza, escupiendo tanta lluvia que parecía que cayesen chorros. Resignado, abotonó su gabardina y comenzó su camino de regreso. Beatrice no había venido hoy tampoco.